sábado, 17 de mayo de 2014

Dead Junkie

por Mister Bastard

Un día caminaba por las asquerosas calles de esta ciudad y un vagabundo se me acercó pidiendo una moneda para comprar alimento. No me gusta regalar dinero a los junkies, así que opté por ofrecerle un cigarrillo. El tipo me miró con desdén y me dijo que él jamás había probado un vicio y ése no era momento para iniciar. Dijo algunas otras frases sobre la rectitud de su persona y demás, pero francamente no presté atención.

Después me enteré que a ese hombre le habían acusado de robar un par de botellas de licor de la tienda de ultramarinos y comencé a maldecirle; me había engañado con eso de que jamás había probado esa clase de vicios.

La vendedora de periódicos, a la que siempre hay que visitar cuando esa clase de noticias rondan por la comunidad, me explicó todo: no había robado nada, el joven encargado de la tienda pasó la noche bebiendo y al no tener para pagar las botellas culpó al señor vagabundo de un crimen que nunca cometió. Claro, sin defensa el pobre fue a parar a la cárcel y luego ya no se supo más de él.

Ese junkie, decía la mujer, era un sujeto ejemplar: ayudaba a cruzar la avenida a los ancianos, se ofrecía para cargar las bolsas de supermercado de las señoras que apenas y podían con su alma; no bebía, no fumaba, no inhalaba drogas baratas ni acosaba sexualmente, como muchos otros, a las señoritas que paseaban por el parque.

Maldita sea. El mundo tiene la inexorable misión de acabar con la gente buena.

Nunca me han caído bien los poderosos que ostentan su riqueza y presumen sus joyas y sus autos último modelo. Prefiero a los junkies que huelen mal y apenas y prueban bocado en días. No sé cómo hacen para sobrevivir, pero seguro que en el día del juicio final serán los últimos en irse a la mierda. Los ricos, tan acostumbrados a la comodidad, sentirán el escozor de las llamas y se retorcerán como moscas en el fuego.

Alguna vez pensé en huir de casa, renunciar a mi trabajo y volverme un pordiosero hijo de puta; lo único que necesitaría para sobrevivir serían cigarrillos y eventualmente una botella de alcohol: comería las sobras de los demás, defecaría en las banquetas, dormiría en los depósitos de basura y viviría de la forma más libre que se pueda imaginar. No pude, no soporto beber fuera de casa más de dos días.

Otras veces me rondaba por la cabeza la idea de combatir a los poderosos, escupir sus trajes, ponchar los neumáticos de sus autos, hacer pintas en las fachadas de sus casas, matarlos a todos, acabar con ellos de una vez por todas, pero son igual que los junkies: matas a uno y aparecen diez más y así hasta que al mundo deje de llamarse mundo.

Qué puta flojera. Ni modo, uno no es el juez universal que decide quién sí y quién no puede vivir. La vida es injusta, a los buenos les reserva un lugar primera fila en medio de la miseria y a los malos les provee techo y comida.

Tanta porquería hace daño, pero así funcionan los engranes de este sistema. La vida es una mierda y la mierda es el único platillo del que, a pesar de su sabor, siempre se pide una segunda ración.

Pero tampoco podemos pasarnos la vida lamentándonos de que el creador haya hecho mal su trabajo. Si los junkies sobreviven y la pasan de lo mejor, aunque a veces alguien les propine una patada en el culo enviándolos a la cárcel siendo inocentes, uno puede encontrar la forma de vivir bien unos cuantos años, aunque el desenlace de la vida sea cutre y triste.


Al menos cuando uno bebe y se embriaga, se olvida de toda la porquería que hay allá afuera y el único rincón realmente sano en el mundo es una habitación cuatro por cuatro donde la virtud y la decencia imperan. La resaca es la vuelta violenta a ese mundo de mierda y todo empieza de nuevo.

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